Patricia Muñoz
Había un viejito muy rementiroso. Se llamaba Juan Segundo Ramírez y lo mataron en Argentina, yo creo que por mentiroso. Era chiquitito y medio chuequito, pero según él había sido un hombre grande.
Contaba que, cuando era domador de una estancia, los caballos lo golpeaban y lo botaban y por eso se había ido achicando de a poco. Quedó chiquitito de tanto quebrarse los huesos.
Con la última quebrada grande que le hicieron, le rompieron las costillas y lo molieron entero. Lo dejaron en el piso todo roto, no se podía mover. Estaba ahí sin saber qué hacer, cuando a lo lejos vio una botella y se le ocurrió una idea.
Arrastrándose a duras penas, llegó hasta la botella, la pescó y se puso a inflarla, miércale, fu, fu, sopla que te sopla. Y tac, tac le hacían los huesos cuando se estiraban y se acomodaban. Así logró arreglarse.
Después, cuando terminaba de conversar decía: «Ay, Dios, compañerito, usted no me va a creer. Puede creer que es mentira. ¡Pero es la pura verdad!».